martes, 27 de julio de 2010

El subte

Suelo tomarme el subte D de Agüero a Catedral todos los días para ir de casa al trabajo, y viceversa.
Apenas llegué a Buenos Aires rogaba no tener que utilizar este medio de transporte ni remotamente. Me resultaba intimidante.
En la ciudad de donde vengo, el subte no existe; escuché de algunas negociaciones para implementarlo -aún con el riesgo de barrer siglos de historia- pero esa es otra cuestión.
En mis visitas a la Capital muchas veces tuve que optar por este tipo de transporte, de manera involuntaria. Más de una vez me sonrojé por el stress de no entender como era el sistema de pago, mientras me quedaba atascada en el molinete con una fila de pasajeros impacientes por detrás.
También recuerdo las primeras veces, cuando el sonido del subte llegando a toda velocidad a cada estación, me producía una mezcla de ansiedad, emoción y nervios. La espera en esa realidad subterránea me generaba un poco de angustia y viajar sola, sin perderme en alguna combinación, era casi misión imposible.
Hoy, con varios viajes en mi haber, puedo decir que ya no lo siento tan amenazador, pero sigue sin convencerme del todo.
Es verdad que acorta la distancia de sobremanera, en 15 ó 20 minutos llego a todas partes, mientras que en mi ciudad tardaba como mínimo tres cuartos de hora. El tema es que esos 15 o 20 minutos suelen ser una eternidad, sobretodo cuando voy sola, es decir la mayoría de las veces. No se si es por la falta de paisaje, acá solo se ven túneles oscuros, el único panorama posible es el de las caras de la gente, tensionadas, amargas, mostrando fastidio y miedo; aunque alguna que otra vez se alternan con las de los turistas, siempre excitados.
"Lo que mata es la humedad", dice la frase y es asi... insoportable en los días de calor, y más allá abajo, que mezclandose con los olores intensos, lo hacen ver-da-de-ra-mente insostenible. Aunque lo de los olores es tanto en verano como en invierno. Confieso que alguna que otra vez pude sentir algo de placer al ingresar a algun vagon, en esos días en que el frío te cala los huesos. Si hasta los perros se resguardan, se escabullen entre la gente y aprovechan los asientos vacíos para echarse una siesta en las horas menos concurridas.
Puede que me haya vuelto un poco como tantos de los habitantes de esta ciudad. Y mi rostro se lleve el premio a la intolerancia al viajar por este medio, pero es que me incomoda la cercanía física con el otro desconocido. La gente me respira en la oreja, los vagones son estrechos y los asientos enfrentados, no me permiten esquivar la mirada del otro. La amenaza de sentirme observada. ¿Será que me molesta por mi timidez, inseguridad o fobia a estas situaciones? Creo que no soy la única irritada, si alzo un poco la vista, genero lo mismo en el otro.
En fin, por el momento seguiré utilizando este medio, es el más practico a pesar de las incomodidades, y mi comportamiento seguirá siendo el mismo.
Si ven que alguien se posiciona lo más cerca de alguna puerta, y va siempre parada- aunque esten todos los asientos vacíos- con auriculares puestos - aunque no escuche nada- mirando al vidrio y agarrada a la baranda en posición de largada... esa soy yo.

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